De Olimpia partimos hacia Ioanina cruzando el Golfo de Corinto por el puente de Río-Antirio, una proeza ingenieril de tres kilómetros de longitud (el más largo del mundo). El recorrido fue relajado, por una autopista muy libre, con peajes electrónicos y baños públicos cada veinte kilómetros (limpios, equipados y con dispensers de agua potable). Llevamos hacia la Grecia continental el recuerdo de la sopa casera y la ensalada de pulpo que comimos en Nauplia. Los pulpos, en toda Grecia, son un plato popular, y para delatar su frescura los exhiben colgados en las puertas de las tabernas. También son materia del arte desde tiempos inmemoriales, y aparecen muy vívidos y potentes, pintados en las vasijas y ánforas antiguas (los vimos multiplicados obsesivamente en el museo arqueológico de Heraclión). Al dejar atrás el Peloponeso, quedó el sonido de los nombres de lugares que no visitamos y que seguirán siendo míticos, imaginarios: Monenvasía, Kardamili, Esparta, Mistra, Pilos, Methoni…
Durante los primeros días de este viaje, en Atenas, caminábamos nueve o diez horas por día. Aún con el propósito de no apurarnos, fue imposible no seguir un ritmo febril, empujados por el deseo de recorrer. Nos deteníamos para comer donde caíamos extenuados, de modo que no había elección reflexiva de los lugares. Aquí en Monodendri elegimos dónde, cómo y cuánto. Y fue un placer degustar la comida típica de esta zona montañosa y reconcentrada. Recomendamos las tartas (denominadas pies, en inglés, lo que nosotros traducimos como pastel). Riquísimo el de espinaca, y el de hongos, “alucinante”. Por allí hay centenares de variedades. No hace falta preguntar cuáles y cuántos hongos ponen en el relleno.
Paramos en la hosteria Vikos, donde su propietaria Constantine, una mujer de 40 nacida en Dodona, nos atendió a cuerpo de rey y nos ofreció una habitación de lujo con vista a las montañas a precio accesible (una de las ventajas de viajar “fuera de temporada”). Dodona es un sitio arqueológico con un gran teatro, y tiene el privilegio de haber sido el oráculo m´ñas antiguo de Grecia, solo opacado con el correr del tiempo por el de Delfos. Le cuento a Constantine que, a diferencia del oráculo de Delfos que se basaba en las emanaciones de la tierra, aquí la interpretación del mensaje de los dioses provenía del murmullo del viento en las hojas de los robles. No sé si lo sabía o no, pero la emocionó que un extranjero, sobre todo un argentino, se lo dijera… (Cada vez que decimos Argentina, los griegos hacen un gesto de admiración, casi amoroso, y suspiran diciendo “so far”).
Zagoria es una región montañosa de 1000 km2 con 46 aldeas, de gran riqueza natural y cultural. Fue refugio de la resistencia a la ocupación otomana, y luego a la alemana. Tierra de héroes, mezcla de bandidos y de libertarios. Algunos de sus hijos dilectos hicieron fortuna en el exterior, y regresaron para apadrinar la recuperación económica de las aldeas. Hoy es un lugar turístico de gran belleza y en algunos casos, de grandes lujos. Haciendo base en Monodendri, recorrimos algunas: todas tienen un plátano en la placita central, y abundan los monasterios, las iglesias, los puentes de piedra, y entre todos los paisajes, la gran maravilla que es la Garganta de Vikos.
Entre los libros que me recomendaron –en especial mi amigo Hernán, un Odiseo de nuestro tiempo por sus largos viajes-, figura el “Diccionario del amante de Grecia”, de Jacques Lacarriere, que conseguí –¡cuándo no!- en la librería Afonsina. Quiero señalar que en este libro hay una entrada, “Kleftes”, que da cuenta de las canciones que improvisaban los héroes de la resistencia que cité antes, y que encontraron refugio no sólo en Zagoria, sino en todas las zonas montañosas de Grecia (Epiro, Pindo, el Parnaso, la Fócida, la Arcadia, Creta). Kleftes significa ladrón, pero el término pasó a designar a los que tomaron el camino de las montañas ante la ocupación extranjera, a los valerosos patriotas. En estas canciones se refugió la poesía y el espíritu épico, indomable, de la tradición homérica.
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